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Casa Frida: el refugio para personas de la comunidad LGBTIQ+ en donde amar es la resistencia

Las entrañas de esta casa revelan las historias de quienes la habitan y de quienes como sociedad, les pusimos ahí
Publicado 24 Jun 2021 – 04:09 PM EDTActualizado 25 Jun 2021 – 12:58 PM EDT
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"Quisiera darte todo lo que nunca hubieras tenido, y ni así sabrías la maravilla que es poder quererte". (Frida Kahlo).


Tamara se fue de su casa por miedo a que la mataran, o que ella matara a alguien. La pandemia agudizó sus problemas y la convivencia familiar se volvió insoportable: “supe que las cosas ya no se quedarían en golpes, castigos o el encierro”.

Por ahora, desde hace tres semanas, tiene una cama segura en lo que su situación se aliviana. Dice que agradece la comida tres veces al día y la terapia que toma entre semana.

Llegar a Casa Frida, al fondo de la calle Sur 105, en Iztapalapa, no fue difícil: cerca de ahí está su antigua casa, esa que todavía le duele recordar. A ella nadie le habló de Casa Frida, la buscó en Internet. Y lo que vio en las imágenes que le mostró Google no tenía nada que ver con lo que encontró. En las fotos, dice, sólo se veía un patio chiquito con mesas blancas de plástico, pero no había rastro de ‘Bolillo’, el perro de la casa que acostado a medio patio, con suéter sobre suéter, da la bienvenida cálida y tranquila a todo el que toca la puerta.

Tampoco pensó que en la azotea de aquellos dos pisos de habitaciones blancas incontables hubiera un paraíso artificial en el que más de uno, una y une, se ha sentido parte de una película en la playa, incluidos los flamingos de peluche y un delfín tamaño real colgando del tinaco.

Por ahora, Tamara ocupa uno de los 25 espacios que tiene la casa, y por lo pronto convive con otras 12 personas que, como ella, o por una circunstancia completamente distinta, decidieron que Casa Frida es su casa.


Para Tamara, tomar la decisión de irse fue inevitable. Es la primera vez que se va de su casa, porque ese encierro del que habla nunca se trató sólo de echarle llave a las puertas, sino de todas esas veces que su mamá y su padrastro la llevaron a un hospital psiquiátrico con el pretexto de que padece un trastorno afectivo bipolar desde hace años.

“Encerrarme siempre fue la solución a los problemas” dice. Como cuando a los 15 años le confesó a su mamá que era homosexual y ésta, después de darle una golpiza, se puso a llorar desconsolada gritando su decepción, para luego secarse las lágrimas y correr a meterla a las terapias de conversión que incluían insultos, golpes y otras violencias psicológicas y emocionales disfrazadas de ayuda en un lugar llamado Casa Sobre la Roca.

Pero la adolescencia no le trajo la peor cara familiar, ya antes, cuando estaba en la primaria, le pidió consuelo a su mamá, pues le dolía que le gritaran “puto”, aunque no sabía lo que eso significaba, ni que se lo decían por su manera natural de ser y caminar sin malicia. En vez de consolarla, su mamá le respondió “¡pues qué haces para que te digan así! Camina bien, como los hombres”.

En esa frase encontró su primera decepción de amor. Su mamá le dio la espalda y ella entendió que había que protegerse a sí misma hasta que pudiera defenderse o cambiar. Negarse a sí misma parecía la solución a todo, así que a punta de novias intentó ser alguien más para “no perjudicar a nadie”.

La farsa le duró hasta que se enamoró casi a los 18 y no pudo ocultarlo. Y es que a pesar de las terapias de conversión y el rechazo, supo que no estaba lista para dejar de sentir lo que ese primer amor le ofrecía, así que ante la negativa de mamá, se lo contó a su padrastro y él simuló aceptarlo, con la condición de que fuera “homosexual pero de lejos, en la casa no”.

Con la restricción para sentir, las cosas se calmaron y nadie habló del tema, hasta que llegó una reunión familiar navideña donde se emborrachó y se sintió liberada para expresarse; confesó que tenía un novio al que amaba con el alma. Todos sus primos se rieron, pero no su mamá. Mientras los demás se burlaban, su mamá le reventaba la piel a cuerazos y decía “no le hagan caso, está borracho y pendejo, no sabe lo que dice”.

La golpiza ya se le borró, pero no el recuerdo de que al día siguiente todos los hermanos de su mamá se juntaron para enfrentarlo y advertirle algo que nunca había cruzado por su mente: “Ay de ti si me entero que has tocado a alguno de mis hijos. Y no me importa que tú y tu mamá se vayan a la cárcel”.

El discurso con el que la atacaron sus parientes fue traumático y doloroso, más aún: impensable para alguien que por primera vez se había sentido libre.

Tamara lleva en Casa Frida apenas tres semanas pero ya ha descubierto que en la vida también se puede jugar y sonreír así como uno es, con la boca pintada de rosa, sin ocultar nada. Las cosas han cambiado tanto que, después del miedo y la rabia, ella misma se chulea el atuendo; a sus 26 años es la primera vez que se permite usar blusas y zapatillas con el tacón bien alto. También es la primera vez que descubre que no es la única que a veces se dice a sí misma él, ella y elle en la misma oración y que las etiquetas deben estar sólo en la ropa, y que si algo la define ya, entonces es quien más hace plática y quien más grande extiende la sonrisa.

Esta casa: territorio sin fronteras

En otra habitación está Ximena Girasol. Apenas tiene 18 años pero ya sabe lo que es atravesar dos países en una caravana migrante. Ella salió de Honduras para encontrar una vida mejor. Pasó tres meses muy duros en Tapachula, Chiapas, pero ahí conoció a una periodista que le recomendó venir a la Ciudad de México a pedir ayuda a Casa Frida.

Su timidez se esconde bien tras el jumpsuit gris ajustado y el rubio de su pelo corto. Prefiere no recordar mucho de Honduras, pues salió de ahí huyendo del maltrato y la discriminación no sólo en la calle sino también en su casa, donde le dijeron que ya no cabía.

Para ella, México es un lugar de paso que le ha dado mucho, pero en el que no piensa quedarse, pues su plan de vida está en otro lado. Quiere llegar a Estados Unidos para estudiar y poner después su propio albergue para ayudar a los que pasen por lo que ella está viviendo ahora; ser abogada es a lo que aspira y dice que lo logrará yéndose a Piedras Negras, Coahuila, para después cruzar la frontera. “Nomás que junte dinero para el viaje” aplicará el mismo plan que muchos migrantes centroamericanos tienen: entregarse a las autoridades y pedir asilo.


Su paso por las caravanas ha sido duro, dice que el hambre y el frío apenas se soportan, y juntos son terribles. Quizá por eso, aunque pega duro el sol sobre el sillón que está sentada, no se quita el diminuto suéter gris que le cuelga por los hombros y la espalda.

Hay muchas preguntas sobre ella y todo lo que ha pasado, pero casi todas las respuestas van al mismo sitio: “es difícil”. Su expresión lo comprueba cuando los ojos se le caen y mira a otro lado para no recordar. Sonríe y mira los flamingos de utilería, se intuye que eso le ha significado Casa Frida, un respiro para olvidar lo que pasó y pensar en lo que los nuevos tiempos le han traído. En el presente, así como Tamara, ella también (¡por fin!) se viste como quiere, como más se siente cómoda, y en sus tiempos libres aprovecha para usar la computadora y planear el viaje que la espera.

Todo se (re)construye

Los trámites para estar en Casa Frida no son engorrosos, incluso a cada quien se le dan 7 días de prueba, no para que cumpla con requisitos de necesidad, esto no son las olimpiadas de la desgracia, sino para saber si ahí se le puede ayudar como corresponde. El plazo máximo para habitar el refugio son 90 días, que casi nadie cumple, pues la fortuna de estar mejor llega antes.

Pero la promesa es la misma para todas, todos y todes: acompañamiento médico, psicológico y legal; capacitaciones útiles para encontrar chamba y mucho ímpetu para encontrar el amor propio. “Todos tenemos derecho a dejar de sentir miedo por lo que somos”, dice Francisco Mendiola, el coordinador interno de Casa Frida, quien muestra cada habitación con orgullo.

“Aquí estamos todes con todes. Les cambio de cuarto cada 15 días para que nos quede claro que aquí somos iguales. Yo organizo las tareas de la casa y que nos traigan la comida; atiendo las necesidades que vayan surgiendo, desde sacar una copia para ir la cita en una clínica, hasta ayudarles a mejorar el currículum para encontrar trabajo”.

Francisco es tímido ante la cámara, dice que no le gusta pero aún así sonríe. Anda de arriba para abajo atendiendo a quien llegue, no importa si es por violencia o por pura rebeldía.

Las reglas se sobreentienden pero el refugio para nada parece terreno militar con instrucciones estrictas, al contrario, los espacios son de todes y la noción de territorio queda en la calle.


Francisco llegó al proyecto de casa Frida junto con Raúl Caporal y Lucía Riojas, los codirectores que llevaban años en la defensoría de los derechos humanos. Los tres tienen una amplia experiencia con las problemáticas recurrentes de la comunidad LGBTIQ+ en un Estado que poco procura por ellos. Justo esa premisa les animó a hacer posible la loca idea de tener una casa donde se ayude a quien más lo necesite.

La loca idea se hizo realidad el 8 de mayo del 2020. Ese día nació oficialmente Casa Frida, que por un tiempo tuvo su dirección en Río Becerra 26, la antigua casa de campaña de Lucía Riojas, quien es feminista, lesbiana, baterista y también diputada federal independiente.

Formalmente, Casa Frida lleva 1 año operando. Y según su informe anual, que salió en mayo pasado, hasta ahora ha apoyado a 125 personas de la comunidad LGBTIQ+. 117 de ellas ya egresaron con las mejores condiciones posibles, confirmando la premisa del refugio: “no sólo se atiende lo inmediato, se trabaja para lo importante”.

Los datos de quienes han habitado Casa Frida son interesantes y funcionan como un microuniverso que ayuda a pensar en la estadística nacional para los que viven la disidencia sexual: la discriminación por ser gay es la que más pasa y pesa (53%), detrás vienen las personas heterosexuales no cis (26%) y le siguen lesbianas, bisexuales y pansexuales con 7 y 6%.

Hasta la fecha, el 79% de quienes han habitado la casa son de nacionalidad mexicana, pero aquí no se le cierra la puerta a nadie. Así que el 21% restante son extranjeros, principalmente de Honduras y Guatemala. Y aunque no lo parezca, casi la mitad de los nacionales son de la CDMX, la gran ciudad que presume tener el mejor panorama de derechos humanos para la comunidad.

La marginación, la extrema pobreza, la expulsión del hogar y el desplazamiento forzado siguen ahí, ocurriendo todos los días en todos los rincones del planeta. Ante eso, qué alegría que exista esta casa, Casa Frida, donde todo pasa, menos la idea de que “amar es nuestra resistencia”.

***

Si quieres apoyar a Refugio Casa Frida, puedes llamar al 5572125105 o 5563796215 y visitar sus redes sociales. Eso o comprar una Pride Shake en los restaurantes Shake Shack, quienes donarán al refugio el 50% de las ventas.


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